En la brillante mañana
de aquel memorable día
nos hicimos a la mar
con intenciones festivas,
todo el tiempo por delante
sin acuciarnos la prisa.
Los ojos llenos de amor,
la boca llena de risas;
navegábamos felices,
puesto el rumbo hacia las islas.
Bruscamente se acabó
nuestra jornada tranquila:
la naturaleza cruel
devino nuestra enemiga;
Poseidón, preso de celos,
tornó en huracán la brisa
y el agua, que estaba quieta,
sacó su furia marina.
Las velas, alas flexibles,
enloquecidas batían,
y el barco, perdido el rumbo,
avanzaba a la deriva.
Te aferrabas al timón
y el timón no obedecía,
el azafrán se partió
las palas se deshacían…
Con un esfuerzo supremo
apresaste un salvavidas
viniste hasta mí resuelto,
-yo estaba despavorida-,
me enlazaste fuertemente,
de manera decisiva;
y nos vimos, por los aires,
lanzados al agua fría;
la esperanza, por momentos,
se iba haciendo más exigua,
al luchar contra las olas,
como en una pesadilla;
tras denodados esfuerzos
arrastrando la fatiga,
por fin alcanzamos tierra
y allí caí de rodillas
sintiéndome afortunada
por conservar aún la vida.
A lo lejos, el velero,
a las aguas sucumbía:
después de eternos instantes
se ocultó de nuestra vista
y nos despedimos de él
con una pena infinita.
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