En la orilla me demoro
contemplando ensimismado
el crepúsculo dorado,
y, de nuevo, me enamoro.
El tiempo pasado añoro
cuando la vida reía,
inocente, pretendía
que todo se detuviese
y que nunca me invadiese
la infausta melancolía.
Vengo a este mismo lugar
si la angustia me amenaza
o la indolencia me abraza;
necesito ver el mar
tanto como respirar.
Al escuchar su sonido
largamente repetido,
me reanimo de tal suerte
que no temo ni a la muerte
y vuelvo fortalecido.
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