En un castillo sombrío
una princesa vivía
sin risas ni algarabía,
pues era lóbrego y frío.
Un preceptor la enseñaba
corrigiendo con firmeza
porque era de la realeza
y mucho de ella esperaba.
La princesa era festiva
y, no habiendo nadie alerta
se le ocurrió abrir la puerta
de una manera furtiva.
Y se fue al pueblo a buscar
gente jovial y bromista
divertida y optimista
para alegrar el lugar.
Juntos volvieron cantando
con risas y cuchufletas…
algunos eran poetas
y hasta iban recitando.
Cuando vio su preceptor
la muchedumbre en palacio
se le cayó el cartapacio
y exclamó: ¡Cielos, qué horror!
Y se fue a ver al monarca
con su ceño siempre adusto
manifestando disgusto
al ver allí a aquella jarca.
Pero el rey a la princesa
encuentra tan sonriente
jugueteando entre la gente,
que al mirarla se embelesa.
-Si para verla gozosa
tengo que abrir el palacio,
lo haré, aunque seas reacio.
¡Yo quiero verla dichosa!
Y al preceptor desabrido
le ha dado tal pataleta
que se fue a hacer su maleta
y del castillo ha partido.
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